sábado, 7 de marzo de 2009

Parábola del buen educador




En aquel tiempo el Señor Jesús estaba a la puerta de un lujoso hotel donde se desarrollaba un congreso sobre educación. Y sucedió que, habiendo terminado las conferencias de ese día, comenzaron a salir los expertos e invitados especiales. Jesús reía de buena gana con tres niños que bailoteaban a su alrededor ante el disgusto de algunos de sus discípulos.
Entonces un doctor en Pedagogía, que reconoció a Jesús, decidió ponerlo a prueba, un poco por curiosidad y otro poco por vanidad ante sus colegas.
Así, se acercó a Jesús y le dijo:
― “¿Maestro, qué tengo que hacer para ser un buen educador?”
Jesús le preguntó, a su vez::
― “¿Qué está escrito en los libros de tu ciencia?”
― “Respeta la etapa evolutiva del alumno, incentiva en el alumno el deseo de aprender y evalúa al alumno con justicia” – recitó el doctor en Pedagogía provocando un murmullo de aprobación de los presentes.
“Has respondido exactamente” – le dijo Jesús - , “obra así y alcanzarás la vida eterna por el camino de la docencia.”
Pero el doctor en Pedagogía, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta:
― “¿Y quién es mi alumno?”
Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió:
Un joven concurrió a la escuela durante algún tiempo, los días pasaban y el joven solo veía crecer dentro suyo una sensación de agobio y extrañeza ante todas las propuestas que se le hicieran. El vínculo con sus docentes se deterioraba día a día, ya sea por la falta de sentido en las ofertas que se le hacían, ya sea por la dificultad enorme que enfrentaba cada vez que se le hablaba “en chino básico” o por lo desconectado que le resultaba el ambiente de la escuela con respecto a su realidad cotidiana.
Un día se cansó de estar encerrado entre esas cuatro paredes, se cansó de los gestos que muchas veces solo lo humillaban, se cansó de tantas palabras que le auguraban un futuro luminoso que sin embargo ignoraban la oscuridad de su presente, se cansó también de esas dinámicas que le negaban protagonismo. Entonces salió de la escuela, se colocó los auriculares de su walkman, se dispuso a pasar el tiempo haciendo nada y, aturdido, como herido de muerte en su esperanza, se sentó al costado de la vida… su vida… a verla morir de a poco.
Ocurrió entonces que pasaron dos altos funcionarios del Ministerio de Educación y comentaron casi al unísono:
― “¡Cuántas personas desaprovechan su tiempo!, en este país donde la igualdad de posibilidades es un hecho, esta gente es una afrenta. Muy mal hace este panorama a nuestra estadísticas”
Y mirando al joven lo recriminaron diciéndole:
― “¡Deja ya de aturdirte! Buscaremos en algún momento alguna legislación que atienda tu caso pero mientras tanto, como sea, debes regresar a la escuela”
El joven, por supuesto, no escuchaba, pero comprendió por la adustez de sus rostros que lo estaban retando, se recostó sobre la vereda y cerró sus ojos.
Los dos funcionarios prosiguieron su camino rápidamente sin advertir que tras ellos venían tres docentes que acababan de terminar su curso de capacitación sobre problemática socio-educativa en contextos de exclusión.
Al ver al joven y su actitud de abandono, comentó uno de ellos:
― “Típica consecuencia de un sistema educativo que excluye a los jóvenes, no se hace mas que replicar las dinámicas típicas del sistema victimizando a las clases marginales” dijo el primero.
― “Así es, la práctica escolar otorga significado a la cultura dominante, aumentando la brecha ante los oprimidos, que abandonan la escuela porque no hallan en ella los valores de su propia cultura popular”, completó el segundo, sin tomarse un respiro (tal era la sobrecarga de ansiedad que le provocaba poder expresar con tanta claridad su comprensión del hecho que observaba)
El tercero, no sólo asistió a lo dicho, sino que se sintió obligado a agregar:
― “...lo que provoca un deterioro en la autoestima que, a su vez, genera una crisis de identidad… ¡todo un problema complejo colegas!”.
Satisfechos por poder explicar la situación de este joven devenido en objeto de estudio, prosiguieron su marcha.
Al rato, pasó por allí una maestra que casi se tropieza con el cuerpo del muchacho. Venía ensimismada recordando que la directora de la escuela, donde trabajaba doble turno, le había llamado la atención por el atraso en la entrega de sus planificaciones y carpeta didáctica. Además, grave error, no había elaborado las expectativas de logro, concordantes con el Proyecto Curricular, que se desprende del Proyecto Institucional, acordado en reunión con los Padres más lúcidos de la Comunidad Educativa. En la prolija carpeta, donde tan importante documento se guardaba para mostrar al inspector apenas visitara la escuela, sólo faltaba su aporte.
De nada sirvió que dedicara tiempo extra a Ricardito, que, con sus 12 años, se hacía cargo de tres hermanos más pequeños mientras la mamá trabaja de mucama para mantener el hogar. De nada sirvió que entregara un proyecto de trabajo solidario para colaborar junto a sus alumnos con un comedor comunitario que se estaba armando en la Parroquia del barrio.
Su primera reacción, ante el joven tirado en la vereda, fue de perplejidad. Sintió que no tenía una respuesta adecuada para él. Le pasaba esto a menudo; por eso le gustaba ser maestra. La perplejidad la impulsaba a aprender.
Se sentó al lado del joven, le retiró el auricular de la oreja izquierda y se dispuso a escuchar la misma música que él a través de su oído derecho.
El final de la cinta fue la ocasión para que nuestra maestra le extendiera su mano al joven; lo miró en silencio y con un ademán lo invitó a caminar. La sencillez del gesto y la serenidad de la mirada vencieron toda resistencia. Eran muchas las heridas que habían dejado en el alma de aquel joven aquellos que le robaron la ilusión, así que la maestra tuvo que cargarlo sobre su propia esperanza. Comenzó a explicarle cuál era su razón de vivir, los valores que daban sentido a su existencia, bastante complicada por cierto y descubrió la enorme potencia que tenía la pedagogía de la ternura puesta en juego en este encuentro con el joven.
El joven, que había comenzado a caminar con apatía, poco a poco sintió que ardía su corazón al escuchar las palabras de esta maestra. Paulatinamente se alejaron de las calles céntricas y el suburbio los atrapó en un abrazo de sol de tardecita, calles de barro, olorcito a pan caliente y sonidos de encuentro fraterno del pueblo.
Al llegar a una encrucijada de caminos se encontraron con una escuela. La maestra conversó con las autoridades de la misma y les dijo antes de partir:
― “Tengan con él un poco de paciencia porque su alegría todavía está convaleciente, su esperanza aún está cicatrizando, por lo tanto sus deseos de aprender sólo hablan en voz baja. Enséñenle con ternura, ayúdenlo a descubrir su propio poder, ese que brota de lo hondo y, si algo no entendiera, cuando vuelva yo a pasar se lo explicaré personalmente”.
Terminado el relato, Jesús le preguntó al doctor en Pedagogía,
“¿Quién te parece que se comportó como educador del joven herido?”.
El doctor contestó:
“El maestro que pasó en último término. Supo hacerle compañía, le regaló primero su silencio y luego su palabra, y entabló con él un compromiso: compartir la esperanza”.
Y Jesús le dijo:
“Ve y procede tú de la misma manera”.

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